Yo fui herida. Yo herí de regreso; muchas veces, a quienes no tenían “velo en mi entierro”. Yo corrí, me caí, caminé, me paralicé y me adormecí. Yo subí y bajé porque creía tener el derecho para hacerlo. Porque pensaba que si subía, los que estaban arriba dejarían de pisarme y si bajaba, aplastaría a los que me tiraban hacia arriba para no verme entre ellos. Y en todas esas ocasiones, mientras subía y bajaba, una parte adentro de mí moría lentamente, porque arrastraba conmigo a los que no estaban involucrados en el entierro. Me iba perdiendo a mí misma. Yo ya no era yo. Yo era otra. Ajena a mí. Ajena a los demás. Desconectada de la tierra. Sobrevivía a la vida y vivía la supervivencia. Nunca aquí, nunca allá. Jamás en el presente. Me asumí sola, aunque sola no estaba.
A ti te hirieron. Tú heriste de regreso; muchas veces a quienes no tenían “velo en tu entierro”. Tú corriste, te caíste, caminaste, te alejaste y te adormeciste. Tú subiste y bajaste porque creías tener el derecho para hacerlo. Porque pensabas que si subías, los que estaban arriba dejarían de pisarte y si bajabas, aplastarías a los que te tiraban hacia arriba para no verte entre ellos. Y en todas esas ocasiones, mientras subías y bajabas, una parte de ti moría lentamente, porque arrastrabas contigo a los que no estaban involucrados en el entierro. Te ibas perdiendo a ti mismo. Tú ya no eras tú. Tú eras otra persona. Ajeno a ti. Ajeno a los demás. Desconectado de la tierra. Sobrevivías a la vida y vivías la supervivencia. Nunca aquí, nunca allá. Jamás en el presente. Te asumiste solo, aunque solo no estabas.
A él lo herimos. Él nos hirió de regreso; casi siempre, porque teníamos “velo en su entierro”. Él corrió y nosotros lo perseguimos. Cuando se cayó, lo humillamos y cuando caminó, lo empujamos. Se quiso alejar y no lo dejamos. Terminó anestesiándose. Cuando estaba abajo, lo pisamos porque creíamos que teníamos el derecho para hacerlo. Cuando estaba entre nosotros, lo lanzamos hacia arriba para no tener que verle más. Cada vez que lo aislábamos de nosotros, una parte de él iba muriendo lentamente. Se volvió ajeno. Ajeno a todo y a todos. Ya no estaba en esta tierra. Jamás volvió a vivir en el presente y aprendió a sobrevivirnos. Lo dejamos solo.
“Tú me haces. Yo te hago. Nosotros te hacemos. Yo me hago a mí mismo”. Tenemos rabia. Rabia de las injusticias que hemos vivido. Rabia de la injusticia de la justicia; pero, estimado lector, nosotros también somos injustos. Nosotros, como ofensores o víctimas, en nuestro papel de autoridad, juez, activista, maestro y estudiante, o padre, madre, hijo, hija, hermano, hermana y compañero, solemos correr a ciegas con una espada en la mano. Pensamos que nuestra justicia también puede ser distribuida, como si fuéramos pupilos de Rawls, pero no es así. La justicia no se distribuye, sino que se construye, se dialoga y se acuerda.
El sistema criminal de justicia se cambia desde adentro… y nosotros somos mayoría. Los hispanos representamos el 42% de todos los presos adultos del Estado de California (Public Policy Institute of California). “La unión hace la fuerza”. Y, pese a que las leyes no son justas, la mujer justiciera no es ciega y su balanza no está equilibrada, no tenemos el derecho de aventarnos sobre las escaleras ajenas. El que quiera subir, que suba. El que quiera bajar, que baje… pero dejemos la espada en el suelo.
Aquí, adentro de estas cuatro paredes construidas por la autoridad penitenciaria, el sistema criminal de justicia se está transformando, porque tú estás cambiando. Nosotros estamos cambiando. Entonces, lector, si has llegado conmigo hasta esta quinta parte, es porque tú (al igual que yo) sabes que tenemos la necesidad de entendernos más entre nosotros. ¿Quieres cambiar? Empieza por ti mismo. Florece, como si fueras un jardín.
Estoy sentada con “mi mujer ciega y justiciera”. Estoy dialogando con ella por última vez. Hoy la voy a dejar libre. Hoy me voy a liberar. No voy a castigar más. No voy a seguir llorando ni doliéndome, porque me voy a regar un rosal…