Entre el cielo y la tierra.
“[…] nadie puede decir en qué momento comienza el despertar del hombre” (Eduardo Subirats, Utopía y Subversión, 1975, p. 148).
En lo que más me fijé la primera vez que te conocí, fue en tus manos. Grandes, con las uñas bien recortadas y con un tatuaje imperfecto. Tus manos siempre cargaban algo: una pluma, papel, tarjetas con números telefónicos, periódicos, libretas y bolsas de plástico trasparente con comida. Puños llenos de sueños… Tus manos eran por si solas, un taller de trabajo, una oficina, una librería, una lucha hispana. Esas manos tuyas reflejaban de una manera muy pulcra, tu trabajo: cuidadas, útiles, en eterno movimiento y fuertes.
Entre el cielo y la tierra (ese sitio donde nosotros, los ridículos y dramáticos humanos, intentamos vivir y sobrevivir) estaba tu laboratorio. En él hacías experimentos para revolucionar la existencia de los que no sabemos cómo saborear la vida de una forma sana. En él construiste comunidad y derribaste muros. En él luchaste por todos nosotros; de hecho, este espacio en el que hoy estoy escribiendo en español, nos lo conseguiste tú.
¿De quién eran esas manos mágicas que trabajaban entre el cielo y la tierra? Eran de un hombre que soñaba despierto y despertaba a sus sueños: correr programas de rehabilitación en español; “les voy a enseñar (a las correccionales) cómo se debe de hacer la rehabilitación adecuadamente”, me decía. Eran de un hombre que no recibía un “no” por respuesta; “eh, Lucía, va a estar bueno. Vamos a agarrar lo mejor para la raza. Tú confía”, me repitió. Eran de un hombre que tocaba puertas, que luchaba por los “compas”, que explicaba cuando nadie quería oír, que compartía con los demás hasta lo que no tenía, que respiraba profundo “cuando la cosa se pone fea”, que miraba siempre para adelante y dejaba atrás rencores y remordimientos, que creía ciegamente en la unión y el trabajo en equipo, que disfrutaba de estar vivo. Eran las manos de un hombre de palabra que, invariablemente, caminaba con la cabeza bien erguida porque estaba orgulloso de su cultura; orgulloso de nosotros.
Compañeros, ustedes que hoy están leyéndome, déjenme decirles que le debemos mucho al dueño de esas manos: ahora es nuestro turno de trabajar entre el cielo y la tierra, para derribar muros y construir comunidad. A él no le importaba si eras “gabacho”, “moreno”, “paisa”, o extraterrestre; “no le hace. Aquí con nosotros todos son bienvenidos”, decía con una gran sonrisa. Mis compas, compitas, ñeros, paisas y banda, de Norte a Sur y de Sur a Norte, todos somos uno y uno somos todos. Juntos, vamos a mantener vivo el trabajo que él comenzó entre el cielo y la tierra; porque ese trabajo era y es, para y por nosotros. Porque entre el cielo y la tierra sólo podemos caminar. ¡Ya basta de correr! Vamos a andar, un pie delante del otro. Vamos a despertar y a dejar ese racismo que nos pudre por dentro. Vamos a recorrer, cogidos de las manos, las carreteras que no entienden de fronteras; las carreteras que sólo saben de unión.
“No se descubre al sueño por haberlo des-cubierto, no son las luces del día, de la conciencia y la razón, las que lo desvelan. Más bien revelan una nueva luz. Una nueva claridad que penetra en la vida vigil con las sombras de recuerdos de deseos olvidados […] Al amanecer no se despierta del sueño; es el sueño el que despierta la vigilia” (pp. 147-148).
Despertemos de ese sueño que nos tiene adormecidos. Ese sueño que nos hace sentir cansados y desganados, esclavos del hartazgo. Despertemos al sueño de ser el mejor ejemplo de nuestras raíces. ¿De qué sirve una vida llena de sueños, si dormimos durante el día? Arnulfo T. García: esta lucha no se acaba aquí.