La balanza y la espada que sostiene la mujer de los ojos vendados, representando la justicia moderna, simbolizan el equilibrio y la ejecución de las normas de carácter penal. Ésto quiere decir que, en teoría, la ley se aplica a todos por igual; pero en la práctica, no sucede lo mismo. Esta “mujer justiciera” procura las leyes, pero constantemente las aplica únicamente a ciertos sectores de la sociedad: en las cárceles hay más morenos y pobres, que pieles claras con dinero.
En Estados Unidos, dos tercios de los prisioneros son africanos y afroamericanos, asiáticos y asiático-americanos, hispanos, nativos y nativo-polinesios e indígenas. Sólo en California, según el Public Policy Institute of California (PPIC), el 60% de los presos no son anglosajones; y la comunidad hispana por sí sola, representa el 42%. The New Observer publicó en marzo del 2016, que un hombre afroamericano es enviado a prisión a una tasa 6 veces mayor que un anglosajón; y el último reporte del California Sentencing Institute, indica que la tasa de encarcelamiento estatal en California es de 449.9 hispanos por cada 1,000 arrestos —esta tasa supera la de 434 personas (independientemente de su raza) por cada 1,000 arrestos en el Estado.
Estas cifras muestran que la justicia no es ciega y que la mujer de la balanza, en realidad, no tiene los ojos vendados; pero ¿a qué responde ésto? La justicia moderna, especialmente en Estados Unidos, fue construida en los principios de la “justicia distributiva” del filósofo estadounidense John Rawls, en la década de los años setenta. La justicia distributiva, además de promover la protección de los bienes materiales y privados, especifica que las riquezas se distribuyen acorde a las habilidades de la persona y que “algunas personas nacen sin talento”. Por ello, según Rawls, no todos pueden prosperar económicamente. A la pobreza entonces, se le suma el color de la piel; y ambas, en conjunto, son la razón por la cual la “mujer justiciera” castiga más a los pobres y a los morenos.
Dentro de este mismo sistema criminal de justicia, cuando una persona viola una norma o comete un crimen, se dice que se crea una deuda social , y por ello la persona debe de ser castigada: saldar sus deudas con la sociedad. El principal problema es que, el estar en la cárcel o el ser castigado, no mejora, no cambia, ni alivia el dolor de las personas que fueron ofendidas. Es decir, se centra en la ofensa y no en la persona (ni en el ofendido, ni en el ofensor). Más aún, el sistema criminal de justicia se enfoca en (1) quién incumplió la ley, (2) qué ley fue la que se violó y (3) qué castigo merece el criminal o el transgresor, acorde a las normas establecidas.
Siendo realistas, no vamos a cambiar al enorme, monstruoso y gigante sistema “justiciero” de la noche a la mañana. En la inmediatez, no vamos a forjar la producción de leyes enfocadas en el ser humano: aun así, hay algo que se puede hacer, practicar la justicia restaurativa.
Un día más…una noche más. Otra vez sentada en el suelo de mi habitación, mirando ininterrumpidamente la pared. Con los ojos clavados en ese pedazo de cemento pintado de color durazno, me he preguntado cientos de veces “¿qué he hecho mal?”. He ideado miles de formas para vengarme de aquellos quienes me han lastimado. Tengo infinitos planes de cómo hacerles daño y de cómo hacerles sentir lo que a mí, en su momento, me sembraron en la piel. Pero noche tras noche, ahogada en soledad y ardiendo en ira, la misma pregunta me viene a la cabeza “¿y qué dirán de mí a los que yo lastimé?”. No tengo respuesta. Quiero que les duela a los demás, pero ahí afuera hay otros doliendo por lo que yo he hecho. “¿A eso le llamas justicia, Lucía? ¿A querer vengarte sin que se venguen de ti?”. Me siento atrapada. Aunque lleve a cabo mis idióticos planes, la culpa y la vergüenza van a terminar por consumirme. Entonces es cuando recuerdo aquellas palabras que huelen a esperanza: aprender a perdonar. ¿Perdonar a quién? ¿Perdonar qué? Me puse a pensar…
La tercera parte de este artículo será publicada en el siguiente número de San Quentin News.
– Lucía de la Fuente