Bien se sabe que “nadie experimenta en cabeza ajena”. Cuanto más se nos dice que “no”, más nos empeñamos en hacer lo contrario, como si estuviéramos obsesionados. Y no, no es que tengamos una fijación con el antónimo de todo aquello que se nos advierte; sino que, efectivamente, no podemos vivir una experiencia a través de los comentarios o consejos de otra persona. Además, no sabemos qué es lo que hay detrás del “no” de quien nos está indicando que nos detengamos. Peor aún, cuando somos nosotros los que le sugerimos que “no” a alguien, olvidamos de que nos habíamos dicho que no íbamos a experimentar en cabeza ajena y, por tanto, borramos de nuestra cabeza que ellos tampoco experimentarán en la nuestra.
Cuando no somos las víctimas y vemos un crimen o cómo otra persona es herida, saltamos precipitadamente a conclusiones que carecen de un sano fundamento. Somos los primeros en dar nuestra opinión (porque creemos que todo lo sabemos) y en emitir un juicio contundente. Como si fuéramos la mujer de la justicia, salimos corriendo a ciegas con la espada verbal: damos cuchilladas a diestra y siniestra con nuestro veredicto. Ponemos calificativos a las acciones observadas y adjetivamos al ofensor y al ofendido; todo ello sin saber qué hay detrás de la trágica decisión del ofensor, de lastimar a alguien más. Sin conocer qué es lo que está sucediendo en su vida en ese preciso momento, nos subimos al pódium y comenzamos a dar un discurso de, no sólo lo que la persona hizo, sino de todo aquello que creemos que está mal en ella. “Es un enfermo”. “Que se pudra en la cárcel”. “No tiene corazón”. “Es un pobre diablo que no vale un centavo”. Y el ofendido, entonces, se convierte en una pequeña partícula de “¡ay! Qué pena lo que le pasó”. “Pobrecito”.
Por un lado, cuando caemos en esta dañina y condescendiente dinámica, le quitamos el poder al ofendido o a la víctima de su propia búsqueda de la verdad y la oportunidad de sanar; y por el otro, reducimos al agresor a una mera acción, quitándole una parte fundamental: la del reconocimiento de su condición humana —y una vez más, lo hacemos sin conocer sus historias. Nada justifica el crimen y la violencia; no obstante, si nos diéramos a la tarea de no llegar a conclusiones abruptamente y nos detuviéramos a escuchar lo que la otra persona tiene que decir, en “nuestra boca no entrarían moscas” —y disculpe estimado lector, la sinceridad con la que le escribo hoy.
Lo mismo pasa con la justicia moderna occidental. Hay una víctima y un criminal. El criminal es llamado a la corte a escuchar el veredicto final. La sentencia la dicta la ley; una ley que no observó lo sucedido y mucho menos, se detuvo a escuchar al criminal y a la víctima. Aquí el ofensor ya se convirtió en criminal y el ofendido en víctima; y ambos han perdido la oportunidad de entenderse mutuamente, de manera humana y no legal. La sociedad y el sistema criminal comienzan a confeccionar adjetivos calificativos para ambos y el “pobrecito” y “es un animal” se escucha salir de la boca de muchos.
La justicia restaurativa dista de ser perfecta, pero es la mejor opción que tenemos ante la crudeza y la crueldad del actual sistema criminal de justicia. Por lo contrario, si antes de llegar a la corte, el ofensor y el ofendido tuvieran la oportunidad de sanarse, habría menos gente que saldría corriendo con los ojos vendados, empuñando una espada retributiva. Porque eso es lo que la justicia restaurativa busca: reparar, encontrar y sanar. Darle espacio a la persona que ha sido herida para que exprese sus necesidades y dolor, y espacio al ofensor para que asuma responsabilidad, repare el daño que causó y entienda qué era lo que estaba pasando en su vida, que lo llevó a cometer la ofensa.
Ahí estaba otra vez ella… la “justiciera”. Agarré la espada de la mujer de la justicia y se la clavé a la última mosca que salió de mi boca. Luego le quité la venda que tenía en los ojos y le sequé las lágrimas. La invité a sentarse en el suelo y me puse a hablar con ella. Ella, la mujer de la justicia, era mi otro yo. Ella y yo empezamos a conversar. Ella me escuchó, yo la escuché y pude entenderme un poco mejor.
La quinta y última parte de este artículo será publicada en el siguiente número de San Quentin News.