La justicia suele personificarse con la imagen de una mujer con los ojos vendados, sosteniendo una balanza y una espada. La mujer, inspirada en la diosa griega Temis (algunos dicen que proviene de la diosa Maat del antiguo Egipto), representa el orden y la “divina justicia”, y tiene los ojos vendados como emblema de la imparcialidad y la objetividad. La balanza en la mano izquierda simboliza la justicia moderna y contrarresta el peso de cada lado; busca el equilibrio y nos dice que “nadie va a perder”. La espada en la mano derecha, encarnando la importancia de la ejecución de las medidas (o las normas), constituye la fuerza inflexible de las leyes.
Sin embargo la justicia no es ciega, ni equitativa, ni equilibrada, ni “convencedora”. La justicia moderna occidental, como la conocemos y vivimos, es punitiva y castiga a todos aquellos que la desafían. La justicia es la espada: venga, corta, separa y nos hace duros. Por eso, cuando se viola una norma, la justicia se aplica a la persona que rompió dicha ley. Es decir, las consecuencias las impone la justicia acorde sus leyes y las paga la persona. Pero, ¿qué pasaría si en vez de enfocarnos en el castigo, lo hacemos en el perdón? ¿Quiénes seríamos si en vez de poner rejas, barrotes y sanciones, nos centráramos en el ser humano? ¿Y si en vez de que la justicia castigue al individuo, el ofensor pudiera reparar el daño que causó, directamente con la persona a quien ofendió? Al final de cuentas, la justicia no se hiere, se hieren las personas.
Nuestra sociedad sería distinta si en vez de perseguir el perdón de la justicia, persiguiéramos el perdón de las personas. De humano a humano. Este perdón se llama Justicia Restaurativa. Perdonar a quien me lastimó, pedir perdón a quienes les falté y perdonarme a mí mismo por haber fallado.
Después de décadas de resentimiento, apatía e ira contra todo y todos quienes me rodeaban, me di cuenta de que yo no iba a albergar más que odio, a menos de que me diera a la difícil y dura tarea de buscar el perdón. Me han ofendido, pero yo también he ofendido. Merezco que me perdonen aquellos a quienes lastimé, pero también debo de perdonar a quienes me hirieron. Y si no lo merezco, al menos he de intentarlo. Estoy cansada de pretender ser feliz. Estoy cansada de poner toda mi engría en sentimientos aterradores. Estoy cansada de vivir en un cuarto oscuro. Yo era la mujer con los ojos vendados, sosteniendo una espada. Mi balanza, pesada como una roca, se equilibraba con desesperanza en un lado y odio en el otro. Me quité la venda que me cegaba, tiré la espada y me senté con la balanza. Durante años me dediqué a averiguar de dónde venía esa desesperanza y odio. “Nadie va a perder”, me dijo la balanza muchas veces; pero la que siempre perdía era yo. No tenia forma de ganar. ¿Cómo hacerlo cargando todo ese peso? “Las leyes se hicieron para violarlas”, me dije muchas veces. No. No se hicieron para violarlas; más bien, fueron creadas para substituir nuestra adormecida capacidad de perdón. La figura de “la mujer de la justicia” que tantas veces he visto en los libros y en los periódicos, la tengo grabada en cada neurona de mi cerebro. Normas, reglas, castigos y silencios. Me los sé de memoria. Pero entre tanto estudio y práctica de la ley, olvidé cómo es que se pide perdón a otro igual a mí. A otro humano. Lo olvidé hasta que conocí lo que hoy muchos le llaman “Justicia Restaurativa”. “¡Ja! ¿Y eso qué es?” me pregunté. “Sanar y perdonar”, me respondieron. “Quizá sea el dejar de sobrevivir al dolor y al odio, para empezar a vivir”, me dije.
La segunda parte de este artículo será publicada en el siguiente número de San Quentin News.